jueves, 12 de marzo de 2015

El cuarto de hora

Estrepitósamente. Eso se fué.
Viernes por la mañana el andén calle abajo, motivaba más el viaje a aquel lugar, donde las lluvias eran cosa de cada día y ese frio, que tan presente era, de mañanas solitarias, de desayunos sin apego, de duchas algo alternadas en días y de algún que otro tema sonando en la antigua radio que habitaba aquella habitación tan solitaria, donde un colchón, una mesa y la cocinilla con un gas de 5 litros, eran los artefactos que alteraban el vacio, que tan normal se hacía. Cuando al abrir la cortina algo estropeada y el sol, o a luz del foco que en la calle habitaba, alumbraban el interior de mi cuarto.
Saldando la cuenta de que hacer todos los días en las mañanas, caminaba por la ciudad, era un sitio más raro cada día, su gente y sus perros callejeros, cambiaban de rumbo de vez en cuando, tratando de no caer en la rutina diaria, tratando de cambiar sus vidas.
Ginebra era mi destino.
Lejanos límites poseía la mente, era un apego a algo que ni yo podía entender, algo que solo nació una tarde, cuando el sol calentaba el piso de una plaza en a cual me senté. En aquella plaza sin música y con personajes que pasaban frente a mi, donde las estatuas de dictadores contemplaban lo que un día fue de ellos, lo que un día gobernaron con cautela y con un sentido de desaprovechamiento, con eso que los hace fracasar al pasar lo años. "Nada era para siempre" Escribió un sensato radical a los pies del monumento.

Pasó su cuarto de hora. Al final del andén, ella se despidió de su novio, con un paño de lagrimas, secaba su rostro, algo acongojada, se sentó delante mio, con asientos reservados. Comenzó otra vez esa lluvia. Y ella decía entre frases y lagrimas, que un cuarto de hora era necesario, que su último fin de semana fue eso que esperó desde siempre. Él se le fue de las manos, ella no quería abandonarlo, él se quedó parado sin respuesta, con un boleto en mano, que ella nunca vió. El tren partió y botó al piso su destino, se lo llevó la ráfaga de un tren fugaz que no paraba en aquella estación, llorando con la otra mitad del pañuelo de lagrimas, secaba su rostro, pero entre el sollozo y la culpabilidad de no actuar en dicho momento, el tren se llevó al amor que tanto esperó. Él culpable de su propia trampa, de aquella que salió mal, con un tiro por la culata del arma que guardaba debajo de su brazo derecho, apuntó a su corazón sin mirar y lo destrozó entre la lluvia y los demás asistentes a la estación, que indiferentes a él, continuaban su vida, tapando las gotas con el paragua de color verde oscuro.

No saber. Nada en saber se cree al saber.

Recknoker

Y Salimos de las Sombras

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